Bendita adolescencia

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¿Cuántas veces hemos oído la palabra “adolescente” asociada a un concepto negativo o poco deseable? En los libros, en la calle, en el colegio o en cursos de educación… En cuanto se pronuncia esa palabra, ya viene cargada como una maleta: pesada e insoportable, plagada de connotaciones peyorativas. Y resulta curioso ya que, desde la más tierna infancia, parece que las personas se preparan para afrontar ese apasionante período.

Es cierto que el adolescente exige más esfuerzo por parte de sus padres, de sus profesores e incluso de toda la familia, por estar pasando por un momento de gran inestabilidad emocional motivada por importantes cambios físicos. Pero, ¿acaso se nos ha olvidado esa rebeldía cuando, a través de rabietas sin medida, conseguía sacar de sus casillas al adulto más sensato? Aquel niño de tres años que se tiraba en el suelo del ascensor es el mismo que ahora se rebela para seguir llamando la atención y buscando la mirada paciente de sus padres.

En ambas situaciones, éste pone a prueba a sus padres para saber hasta dónde puede llegar, porque sabe que ellos tienen autoridad para frenarlo cuando consideren oportuno. El adolescente busca ser exigido y se sorprende cuando sus educadores no ejercen esa autoridad. En el fondo de su corazón saben que “quien bien te quiere, te hará llorar”. ¡No tengamos miedo de encauzar el curso del agua! ¡De cincelar con criterio para descubrir esa preciosa escultura que oculta el bloque de mármol! ¡Nos lo están pidiendo a gritos! Claro que cansa y, por eso, los padres y profesores deben apoyarse unos a otros para acompañar a los adolescentes en uno de los momentos más apasionantes de su vida. Pero, ¿cómo hacerlo? Podríamos empezar por estos cuatro consejos:

  • Ayudar con el ejemplo: De nada sirven los sermones si no ven que luchamos por ser virtuosos. En muchos casos la mejor llave para abrir el diálogo y reconciliar posturas es pedir perdón.
  • Dedicarles tiempo: Por un lado, tiempo juntos en el que muchas veces reinará el silencio. No pasa nada. Lo importante es no avasallarlos con miles de preguntas sino esperar a que ellos, libremente, quieran contar. Por otro lado, dedicarles tiempo es también tenerlos en la cabeza, hacer nuestras sus preocupaciones y rezar por ellos.
  • Hacer la casa agradable, un lugar al que deseen volver. Debemos cuidar que en el hogar haya paz y alegría, que sea ese lugar de encuentro donde también haya orden material, orden de prioridades y de afectos. Así, la convivencia no sólo será más llevadera sino que se convertirá en el descanso de la familia, donde cada uno se sepa querido tal y como es.
  • Formarnos bien: educar es ayudar a cada persona a ser mejor y, para ello, conviene parar y leer buenos libros y artículos; asistir a cursos de orientación familiar o a charlas sobre educación o sobre aquellos temas que afecten directamente a los adolescentes, como las redes sociales, por ejemplo. Otro modo de llegar a ellos es recomendándoles lecturas y películas con las que disfruten y aprendan a pensar.

La temida adolescencia no es algo nuevo. Ya Sócrates se quejaba de sus alumnos, entre los que se encontraba Platón; o la familia de Nazaret tenía sus primeros reveses en el templo cuando el Niño de 12 años contestaba por primera vez… La adolescencia es necesaria y lo deseable es que los hijos vivan esos años maravillosos en los que aprenden a decidir libremente qué persona quieren ser. Y, ¿si se equivocan? No pasará nada porque cerca tendrán unos buenos referentes que, con cariño y respeto, hablarán con ellos y los animarán a volver a pensar y a replantearse sus decisiones.

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